La Señora de Guadalupe no habita los muros, sino las grietas. No se queda en los altares, sino que se desplaza en los bordes del mundo, donde lo humano se rompe, donde la esperanza tiembla como vela a punto de apagarse. Ella es la mujer de manos amables, de mirada honda, de piel morena como la tierra. Anda buscando a sus hijos e hijas, sobre todo a los que están perdidos, a los que se extraviaron en la ruina de la violencia, en el exilio del dolor.
Guadalupe es madre buscadora. No aguarda sentada, ella camina. Recorre fosas escondidas, besa lágrimas viejas, recoge nombres que ya nadie pronuncia. Donde el mundo abandona, ella sigue presente. Donde el desprecio borra, ella reescribe con dignidad. Encuentra restos de ruina espiritual —pedazos de fe, fragmentos de identidad, astillas y huesos — y sopla en ellos un aliento nuevo. Les devuelve la postura erguida, les devuelve el pulso, les devuelve el derecho a existir sin vergüenza.
Nuestra Señora, Tonantzin Guadalupe, es el entramado secreto que une las tierras mas allá de los océanos. El hilo antiguo que cose continentes, memorias, dolores, lenguas, pueblos, heridas. Lo mismo toca la arena del desierto que las aguas profundas, lo mismo habita el maíz que el incienso, reza con los labios de una abuela y también grita con la garganta de una madre buscadora. Ella no divide credos: los atraviesa. No disputa doctrinas: las trasciende.
Vive en las manos que trabajan los comales, en el barro que se transforma en vasija, en las plantas que sanan, en los rezos torpes, en los cantos quebrados, en la rabia justa que se levanta contra la injusticia. Habita en las cocinas humildes donde se alimenta la vida, en los hospitales y también donde se vela la muerte. Está en las abuelas que rezan el rosario como quien cuenta los latidos de su linaje para que no se pierdan.

Ella no está dentro del templo: es más grande que el templo. Ningún muro la puede encerrar, ninguna doctrina la puede poseer, ninguna frontera la puede limitar. Guadalupe nada en las aguas del dolor humano, vuela sobre los territorios heridos, danza en las fiestas donde el pueblo resiste, camina junto a quienes ya no tienen fuerzas para caminar solos.
No es solo promesa del cielo: es consuelo encarnado en la tierra.
Y cuando alguien, roto, cansado, extraviado, cree haberse perdido para siempre, ella aparece —no siempre en forma extravagante, a veces en forma de otro ser, de un gesto, de un pan, de una palabra— y recoge los restos, y abraza. Y allí donde parecía haber solo polvo, vuelve a sembrar nombre, rostro, destino.
Guadalupe no reina desde arriba: acompaña desde abajo. No conquista: rescata. Por eso sigue viva. Por eso camina. Por eso busca. Por eso nunca se queda quieta.
Ella es el vientre que no se cansa de parir al mundo de nuevo.
Christian Ortíz
https://curanderismotradicional.org/
Arte de Linda Magdalena Victoria.
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