“La gente viene a comprar sus velas porque algún familiar está en la frontera y quiere cruzar. Para esos casos se recomiendan las veladoras del Santo Niño de Atocha, el que abre los caminos”.
By Gatopardo
En el estado de Texas los latinos constituyen el 60% de la población, pero el 74% de quienes han contraído covid y 68% de las muertes por esa enfermedad. La mayoría de ellos no tienen acceso a un seguro médico y tampoco la posibilidad de costear gastos de salud física o mental. Muchos latinos de San Antonio encuentran en las botánicas una forma de protección comunitaria y recurren a ellas en busca de hierbas, veladoras, limpias y hechizos para atraer amor, dinero y salud, pero también de apoyo emocional, guía espiritual y ayuda divina para que sus familiares logren cruzar la frontera con bien o regularizar su situación migratoria. En consecuencia, estos lugares son sensores de las crisis y preocupaciones de su comunidad y quienes ahí trabajan, herederos de un oficio antiguo que migró de América Latina a los Estados Unidos.
Alejandra González Romo y Cecilia Villaverde para Gatopardo.
La Señora de Guadalupe no habita los muros, sino las grietas. No se queda en los altares, sino que se desplaza en los bordes del mundo, donde lo humano se rompe, donde la esperanza tiembla como vela a punto de apagarse. Ella es la mujer de manos amables, de mirada honda, de piel morena como la tierra. Anda buscando a sus hijos e hijas, sobre todo a los que están perdidos, a los que se extraviaron en la ruina de la violencia, en el exilio del dolor. Guadalupe es madre buscadora. No aguarda sentada, ella camina. Recorre fosas escondidas, besa lágrimas viejas, recoge nombres que ya nadie pronuncia. Donde el mundo abandona, ella sigue presente. Donde el desprecio borra, ella reescribe con dignidad. Encuentra restos de ruina espiritual —pedazos de fe, fragmentos de identidad, astillas y huesos — y sopla en ellos un aliento nuevo. Les devuelve la postura erguida, les devuelve el pulso, les devuelve el derecho a existir sin vergüenza.
Nuestra Señora, Tonantzin Guadalupe, es el entramado secreto que une las tierras mas allá de los océanos. El hilo antiguo que cose continentes, memorias, dolores, lenguas, pueblos, heridas. Lo mismo toca la arena del desierto que las aguas profundas, lo mismo habita el maíz que el incienso, reza con los labios de una abuela y también grita con la garganta de una madre buscadora. Ella no divide credos: los atraviesa. No disputa doctrinas: las trasciende.
Vive en las manos que trabajan los comales, en el barro que se transforma en vasija, en las plantas que sanan, en los rezos torpes, en los cantos quebrados, en la rabia justa que se levanta contra la injusticia. Habita en las cocinas humildes donde se alimenta la vida, en los hospitales y también donde se vela la muerte. Está en las abuelas que rezan el rosario como quien cuenta los latidos de su linaje para que no se pierdan.
Ella no está dentro del templo: es más grande que el templo. Ningún muro la puede encerrar, ninguna doctrina la puede poseer, ninguna frontera la puede limitar. Guadalupe nada en las aguas del dolor humano, vuela sobre los territorios heridos, danza en las fiestas donde el pueblo resiste, camina junto a quienes ya no tienen fuerzas para caminar solos.
No es solo promesa del cielo: es consuelo encarnado en la tierra. Y cuando alguien, roto, cansado, extraviado, cree haberse perdido para siempre, ella aparece —no siempre en forma extravagante, a veces en forma de otro ser, de un gesto, de un pan, de una palabra— y recoge los restos, y abraza. Y allí donde parecía haber solo polvo, vuelve a sembrar nombre, rostro, destino. Guadalupe no reina desde arriba: acompaña desde abajo. No conquista: rescata. Por eso sigue viva. Por eso camina. Por eso busca. Por eso nunca se queda quieta. Ella es el vientre que no se cansa de parir al mundo de nuevo.
En muchos pueblos de México, cuando alguien muere, la noche se llena de murmullos, rezos y velas encendidas. Entre los rezos y las lágrimas, una voz se alza con solemnidad y dulzura: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar…” Así comienza uno de los cantos más antiguos y sagrados de nuestra tradición popular: el alabado, una plegaria que acompaña a los difuntos en su tránsito hacia el descanso eterno.
Una herencia viva. El alabado tiene raíces que se hunden en los siglos coloniales, cuando los misioneros españoles enseñaron a los pueblos indígenas cantos religiosos como forma de evangelización. Sin embargo, como suele suceder en la historia viva de México, la gente del campo, las comunidades indígenas y mestizas lo hicieron suyo. Con el tiempo, el alabado se transformó: dejó de ser sólo una doctrina cantada y se volvió una expresión profundamente humana de duelo y esperanza. En regiones como Michoacán, Oaxaca, Guanajuato, Chihuahua, Zacatecas y el altiplano potosino, los alabados se cantan en velorios, procesiones fúnebres o durante el novenario. Son una especie de rosario cantado, donde la comunidad se une en voz y silencio para acompañar el alma del difunto. La melodía es lenta, casi monótona, y sin embargo, tiene algo hipnótico: el canto sostiene el ánimo, marca el paso del duelo, abre una grieta entre la tierra y el cielo.
Canto-puente entre los mundos. Los alabados son, al mismo tiempo, oración y rito de paso. Cuando la voz del cantor se eleva en la penumbra de la casa velatoria, algo se transforma: el dolor encuentra forma en el sonido, el miedo se aquieta, y la muerte deja de ser enemiga para volverse misterio. Es un momento en que la comunidad recuerda que la muerte no es ausencia, sino tránsito. En algunos pueblos, el canto del alabado lo dirige una persona mayor o un rezandero. Su voz tiembla, pero también guía. Canta pausado, mientras otros responden, en un ir y venir de voces que consuelan. Al fondo, las velas parpadean sobre el cuerpo cubierto con flores, y la fragancia del copal o del incienso llena el aire. No hay música instrumental: sólo la voz humana, antigua, desnuda, acompañando el paso de un alma.
Fragmentos. A lo largo del país existen múltiples versiones del alabado. Algunas son muy largas, con decenas de estrofas; otras más breves, según la costumbre local. A continuación, se presentan algunos versos tradicionales que aún se conservan en la memoria oral:
Alabado sea el Santísimo, Sacramento del altar, sea por siempre alabado, el divino celestial. Ya el cuerpo yace en la tierra, el alma sube al Señor, que la reciba en su gloria, con su infinita pasión. Madre Santísima, ayuda, al alma en su caminar, que no tema las tinieblas, ni el juicio del más allá.
Estas líneas, humildes y repetitivas, actúan como una letanía. No se cantan para lucirse, sino para sostener el silencio, para tejer consuelo en torno a la pérdida. En ese sentido, el alabado pertenece tanto al campo de la religión popular como al de la poesía espiritual de los pueblos. Entre el duelo y la fe Escuchar un alabado es, en sí mismo, un acto de comunión. Las voces se entrelazan como rezos antiguos, y cada palabra lleva la carga de siglos de fe, dolor y esperanza. En un país donde la muerte ha sido maestra y compañera, el alabado nos recuerda que aún en el momento más oscuro, la palabra cantada puede abrir camino hacia la luz. En un velorio rural, alguien puede levantar la voz y comenzar sin aviso: “Alabado sea el Señor que nos da la vida y nos la quita…” Y todos, en silencio, escuchan. Porque ese canto no sólo despide al muerto; también reconcilia a los vivos con el misterio de su propia finitud.
Fuentes: • Archivo de la Fonoteca del INAH, colección de cantos funerarios del Bajío y del norte de México. • Observaciones de campo de Vicente T. Mendoza, El romance español y el corrido mexicano (Fondo de Cultura Económica, 1954). • Testimonios de campo recogidos en el Atlas de la Música Tradicional de México (UNAM, 2003). • Tradiciones orales compartidas en comunidades de Guanajuato, Michoacán y Chihuahua.
Irma Serrano, mejor conocida como La Tigresa, fue un personaje que desbordó los límites de la política y el espectáculo. Rebelde, polémica y extravagante, también supo construir a su alrededor una leyenda teñida de misterio y ocultismo. El lugar donde esa aura se condensó con mayor fuerza fue el Teatro Fru Fru, espacio que adquirió en 1973 y que convirtió en un santuario barroco lleno de excesos: columnas doradas, candelabros recargados, esculturas con formas fálicas y, en el centro de todo, un demonio monumental conocido como El Patrón.
La historia de El Patrón parece salida de una novela gótica. Según relató la propia Serrano en A calzón quitado (1978), escrito por Elisa Robledo, el origen de la estatua se remonta a una visita a la casa del cacique potosino Gonzalo N. Santos. Ahí conoció una escultura de más de dos metros, desnuda, con los brazos alzados y un gesto feroz en el rostro. Serrano confesó:
“Me enamoré a primera vista”.
Santos explicó que la pieza había sido tallada en madera del llamado Árbol de los Ahorcados, en cuyo tronco se esculpió también una Virgen de la Soledad para sustituir la que había sido destruida en su pueblo durante la Revolución. Con el sobrante, un escultor oaxaqueño talló dos demonios idénticos. Uno se quedó con Santos; el otro, desaparecido durante años, reapareció frente a Serrano en una tienda de antigüedades en la Ciudad de México.
El destino estaba marcado. Serrano lo compró sin titubeos por 150 mil pesos de la época y lo llevó primero a su casa, junto a la imagen de San Caralampio, su santo predilecto. Allí mismo acuñó una frase que retrata su visión ambigua entre lo sagrado y lo profano: “A mi Caralampio le recomiendo a mi mamá, mi casa y mi dinero. Al Diablo le pido fregar a quien se me ponga en contra”. Con el tiempo, el demonio pasó a presidir el escenario del Teatro Fru Fru, convertido en talismán, espectáculo y provocación.
Un teatro entre lo esotérico y lo profano En el Fru Fru, la estatua no fue solo decoración. Se decía que actores y técnicos tocaban a El Patrón para atraer buena suerte, y que otras figuras con cuernos servían como altares improvisados donde se dejaban dulces a cambio de éxito en las funciones. La teatralidad del recinto era inseparable de su aura ritual: un espacio donde el arte, la sensualidad y lo oscuro se entrelazaban. Serrano alimentó deliberadamente esa atmósfera. En entrevistas afirmó practicar brujería negra, y llegó a posar junto a Anton LaVey, fundador de la Iglesia de Satán. Sus declaraciones fueron siempre ambiguas, jugando entre la confesión y la provocación mediática. Para muchos, fue parte de su estrategia de construcción de un personaje público más grande que la vida misma; para otros, evidencia de una auténtica inclinación por lo oculto.
El demonio dorado trascendió las paredes del Fru Fru. Aparece en la película Naná (1979), dirigida por Serrano junto a Rafael Baledón, producción que escandalizó a la censura oficial de la época por su erotismo y simbolismo irreverente. Allí, El Patrón compartió créditos con actrices como Verónica Castro e Isela Vega, consolidándose como parte de la iconografía personal de La Tigresa.
Hoy, El Patrón es más que una escultura: es el emblema de cómo Irma Serrano hizo del espectáculo un escenario de transgresión, misticismo y poder simbólico. La estatua tallada en la madera de un árbol maldito, las confesiones de brujería, las ofrendas teatrales y su relación con figuras como Anton LaVey forman un mosaico donde lo cierto y lo legendario se confunden. El eco de La Tigresa sigue vivo en el Fru Fru, donde su demonio dorado aún custodia los pasillos como recordatorio de una mujer que supo convertir el escándalo y lo oculto en arte.
En esta misma línea estética, la interpretación de La Venus de Fuego en la película Naná (1985) resulta reveladora: Serrano encarna a un espíritu erótico envuelto en el fulgor del deseo y la condena, cuya puesta en escena evoca la tradición de los rituales de invocación y las danzas extáticas. La canción —con su insistencia en la pasión abrasadora y la fatalidad amorosa— se convierte en un espejo del propio Teatro Fru Fru, donde las esculturas demoníacas y los decorados recargados dialogaban con una visión mística y carnavalesca de lo prohibido. Así, la “Tigresa” no solo actuaba, sino que componía un universo simbólico donde el erotismo, lo oculto y lo teatral se fundían en un mismo gesto de desafío cultural.
Fuentes consultadas • Serrano, Irma. A calzón quitado. México: Editorial Posada, 1978. • “Teatro Fru Fru.” Wikipedia. enlace • “El Patrón, el diablo dorado del Teatro Fru Fru.” The Film Tours. 2023. • “Irma Serrano y su afición por la magia negra.” Quién. 2023. • “Irma Serrano, la Tigresa: ¿era satanista y adoradora del demonio?” N+. 2023. • “El Teatro Fru Fru y sus fantasmas.” Chilango. 2023.
Hay un México que no aparece en los libros de texto ni en los informes oficiales. Un México que se mueve en las calles de tierra, en los mercados, en los altares escondidos, en los murmullos de las cocinas, en las ofrendas improvisadas bajo un árbol o en una esquina. Es ese México donde la vida espiritual no solo se piensa, se vive. Donde los espíritus caminan con nosotros, donde se habla con los muertos, donde una limpia puede salvar un alma, y donde un rezo tiene más poder que un diagnóstico.
Crecí viendo cómo se encendían veladoras no solo para pedir favores, sino para calmar el alma. Cómo una persona podía cargar con un mal aire y sanarse con huevo, con copal, con ruda. Cómo la Llorona no era solo un mito, sino una advertencia viva. Cómo el Charro Negro aparecía en caminos solitarios, no para asustar, sino para recordarte que no todo lo que brilla es oro.
México está lleno de presencias. Ánimas, espíritus, santos, demonios, brujas, santos que no son santos y vírgenes que también son serpientes. Todo convive. Todo dialoga. La espiritualidad aquí no es ordenada ni siempre «lógica», pero es intensamente real. Porque el pueblo mexicano, cuando no encuentra respuestas en el mundo, se atreve a mirar hacia otros mundos.
Lo mágico no es folclore: es identidad.
En este país, lo mágico no es una excepción. Es una forma de habitar el mundo. Hay quien acude al psicólogo, y hay quien va con la señora que hace limpias los jueves. Hay quien reza a Dios, y quien también habla con su abuelita muerta, le pide consejo, le deja su taza de café al lado del altar. Ambas formas son válidas. Ambas responden a una necesidad profunda: encontrar sentido.
Y no es ignorancia. Es sabiduría antigua. Es saber que la vida no se puede explicar solo con palabras frías. Que a veces el cuerpo duele porque el alma está cargada. Que a veces el insomnio no es ansiedad, es que alguien te está pensando o que no has puesto en paz a tu difunto.
La brujería mexicana no es solo hechizo o superstición. Es también una forma de lenguaje simbólico, emocional y espiritual. Un sistema que ofrece respuestas donde la medicina o la religión tradicional fallan. Las mujeres que curan, los hombres que sueñan con animales, los que saben leer las cartas o interpretar las señales del cuerpo: son sanadores del alma popular, psicólogos empíricos del mundo emocional del pueblo.
Aquí, la frontera entre lo real y lo invisible es porosa. Se respeta. Se teme. Se celebra. Se negocia con el más allá. Se agradece a lo que no se ve.
En México, la muerte no es el final. Es compañía. Es madre. Es advertencia. La Santa Muerte camina con la gente que el sistema ha dejado fuera: los presos, las mujeres solas, los que se ganan la vida en la calle. Las Ánimas del Purgatorio no son idea teológica: son vecinas, son ayudantes, son deudoras y guardianas. La Llorona no solo asusta: avisa, recuerda, protege. Lo muerto aquí no desaparece: convive.
Y convivimos con eso todos los días. Sin nombrarlo muchas veces. Pero encendemos la veladora. Soñamos con nuestros muertos. Decimos que “algo se siente raro”. Buscamos protección. Llevamos colgando una medalla, un listón rojo, un amuleto. Nos cruzamos de sal. Porque sabemos, en el fondo, que el mundo está habitado por más de lo que podemos ver.
La espiritualidad del pueblo: derecho a lo invisible.
La espiritualidad popular mexicana es, en muchos sentidos, un acto de resistencia. Una manera de decir: “yo entiendo mi vida a mi manera”. Una forma de narrar el dolor, la enfermedad, la esperanza, el amor y la muerte desde símbolos que el alma sí comprende. No es locura. Es sentido. No es ignorancia. Es otra lógica.
Y esa lógica —la del alma, la del símbolo, la del rito sencillo— merece respeto. Porque también es salud, también es cuidado, también es cultura.
En este México de mil rostros, de tantas heridas y tantas maravillas, la espiritualidad popular es el hilo secreto que muchas personas siguen para no perderse, para encontrar respuestas cuando todo parece confuso, para nombrar lo inefable, para seguir adelante. Y quizás, para recordar que el mundo no está hecho solo de materia, sino también de misterio.
En los pasillos apretados de los mercados esotéricos, entre aromas dulces y resinosos, los jabones de ruda, las veladoras de amor, los polvos de atracción y los baños abre caminos no son meros productos: son deseos encarnados.
Cada objeto es una pequeña ofrenda de esperanza, una forma simbólica y tangible de decir «yo también merezco amor, protección, caminos abiertos».
En ellos se mezclan la herbolaria ancestral, los rezos, las devociones populares y la creatividad de quienes, muchas veces desde la marginación, reclaman su derecho a soñar, a sanar, a sentir y a habitar este mundo con dignidad.
La magia popular en Latinoamérica no es folclor vacío: es resistencia espiritual, es el lenguaje del alma cuando no hay recursos, pero sí fe.
Honremos estos saberes. Honremos a quienes encienden una vela con el corazón en la mano.
Cuando contemplamos el árbol evolutivo de las religiones, como en esa imagen que condensa milenios de fe, mitología y misterio humano, no estamos viendo solo símbolos y nombres antiguos. Estamos mirando las huellas profundas del alma humana en su búsqueda incesante de sentido. Cada rama, cada raíz, cada fruto en ese árbol nos habla de una comunidad que, desde su geografía, su historia, su dolor y su esperanza, intentó dialogar con lo invisible, con el misterio, con lo sagrado. Y es entonces cuando nos damos cuenta de algo esencial: las religiones hegemónicas y patriarcales que hoy dominan el panorama espiritual global —tan convencidas de su verdad absoluta, tan seguras de su exclusividad— son apenas un suspiro en el largo viaje de la humanidad. Son una rama reciente, una expresión particular de un fenómeno vasto, multicolor, lleno de matices, contradicciones y maravillas. Creer que sólo unas pocas religiones contienen «la verdad» es como mirar una estrella y olvidar el firmamento. Es deshonrar la riqueza de lo humano. Las creencias del presente son hijas del tiempo, del territorio, del lenguaje, del poder político y económico que las ha sostenido. Nadie cree libremente desde la nada. Creemos lo que creemos porque nacimos donde nacimos, porque nuestras abuelas rezaron como rezaron, porque los libros que nos enseñaron callaron muchas otras voces. ¿Y qué pasa con esas otras voces? ¿Qué pasa con las espiritualidades que no llegaron a escribir libros sagrados porque fueron exterminadas? ¿Qué pasa con los pueblos que no necesitaron templos porque su catedral era el bosque, el río o el fuego? ¿Qué pasa con las mujeres, con los cuerpos disidentes, con los pueblos indígenas, con las culturas que fueron borradas por las conquistas religiosas y coloniales? También ellos hablaban con el misterio. También ellos conocían lo sagrado. Es tiempo de humildad. De reconocer que no hay un único camino hacia lo divino, porque lo divino no es un objeto que pueda encerrarse en una doctrina. Es tiempo de escuchar lo que otros tiempos y otras geografías nos siguen diciendo. Es tiempo de honrar la pluralidad de formas en que los seres humanos han cantado a la vida, han llorado a sus muertos, han celebrado el amor, han implorado justicia, han encendido su fe.
Respeto no significa renunciar a lo que creemos. Significa abrir el corazón a la posibilidad de que hay mucho más de lo que conocemos. Significa dejar de mirar desde arriba y empezar a mirar desde el lado, desde el encuentro, desde el reconocimiento de lo múltiple. Las religiones de hoy no son el centro del universo. Son una expresión más —y no la única ni necesariamente la más sabia— de la profunda y hermosa necesidad humana de conectar con algo mayor. Que no se nos olvide. Que no perdamos el asombro. Que no cerremos la puerta a lo que fue, a lo que es distinto, a lo que aún puede ser. Porque el misterio no cabe en un templo.
Vivimos en un momento crítico de la historia humana. Aunque tenemos avances científicos y tecnológicos sin precedentes, el sufrimiento psíquico, el vacío espiritual y el colapso ecológico se han vuelto síntomas cotidianos. Las tasas de ansiedad, depresión y soledad se disparan, mientras la tierra que habitamos —y de la cual formamos parte— agoniza entre incendios, sequías y explotación. Frente a esto, muchas personas sienten que algo esencial se ha perdido. No basta con soluciones técnicas: el problema parece tocar las raíces más profundas de nuestro modo de habitar el mundo. Desde una perspectiva chamánica y filosófica, podríamos decir que la herida de Occidente es una pérdida del alma. No en el sentido religioso dogmático, sino como desconexión con lo sagrado, con el sentido, con las fuerzas invisibles que dan forma y profundidad a la vida. Esta pérdida no solo afecta a las personas individualmente, sino también a las sociedades, a las culturas y al planeta entero. Hemos roto el lazo entre la mente humana y el alma del mundo.
La raíz de la herida: fragmentación y desencanto. Para entender esta herida, necesitamos mirar cómo se ha configurado el pensamiento occidental. A partir de la modernidad, la mente humana comenzó a verse a sí misma como el único centro de inteligencia y sentido. El mundo exterior fue reducido a materia inerte, carente de espíritu, cuya única función era servir como recurso. La naturaleza dejó de ser madre para convertirse en mercancía. El alma fue relegada al ámbito privado o metafísico, y lo invisible perdió legitimidad en el discurso oficial. Este proceso, que el sociólogo Max Weber llamó el desencantamiento del mundo, no fue un accidente. Fue una transformación histórica que permitió grandes logros científicos, pero al costo de sacrificar una visión integradora del cosmos. Lo que se perdió en ese proceso fue la posibilidad de un diálogo profundo entre la conciencia humana y el misterio del universo. Se impuso una mirada fragmentada: cuerpo separado de mente, ser humano separado de naturaleza, razón opuesta a espíritu. El resultado ha sido una crisis existencial a gran escala. Aunque hemos ganado en control y eficiencia, hemos perdido orientación interior. El vacío existencial, la sensación de sin sentido y la desconexión afectiva no son fallas individuales, sino síntomas culturales. En otras palabras, no es solo que las personas estén enfermas, sino que nuestra forma de pensar y de vivir está herida en lo más profundo.
El alma como territorio olvidado. En muchas culturas originarias, se entiende que la enfermedad no se limita al cuerpo físico, sino que implica un desequilibrio en el campo energético, emocional y espiritual. Uno de los conceptos más poderosos dentro del chamanismo es la pérdida del alma: cuando una persona vive un trauma o una ruptura vital profunda, puede desprenderse de partes de su alma. Esto produce síntomas como fatiga crónica, desconexión emocional, apatía, tristeza persistente o incluso enfermedades físicas. La tarea del chamán o sanador espiritual, entonces, es ir en busca de esos fragmentos perdidos. A través de rituales, visiones, cantos y trances, se adentra en realidades invisibles para localizar y traer de vuelta esas partes del alma, restaurando la integridad y el equilibrio. Es un acto profundamente terapéutico, pero también espiritual y simbólico: nos recuerda que la sanación es una reunificación. Desde esta visión, la crisis actual de Occidente es una gran pérdida del alma colectiva. No porque el alma del mundo haya desaparecido, sino porque hemos dejado de escucharla. Al cortar el vínculo con la Tierra viva, con los ciclos, con los sueños, con lo invisible, hemos comenzado a marchitarnos por dentro. El alma no se ha ido, pero nosotros hemos dejado de sintonizar con ella.
El reencantamiento del mundo. Sin embargo, toda crisis encierra una oportunidad. Estamos en un punto de inflexión: muchas personas están empezando a cuestionar los modelos que nos trajeron hasta aquí. Está surgiendo un movimiento silencioso de retorno a lo sagrado, no como religión impuesta, sino como experiencia directa de conexión con lo invisible, con la vida en todas sus formas. Lo que se necesita hoy no es simplemente una nueva teoría, sino un cambio profundo en la manera de percibir. No basta con tener una visión sistémica o ecológica si seguimos creyendo que el cosmos está vacío. La transformación real implica reencantar el mundo: volver a ver la inteligencia del bosque, el mensaje en los sueños, la memoria del agua, la guía del espíritu. Implica reconocer que la vida entera tiene alma, que el sentido no solo está en nosotros, sino también en el mundo que nos rodea. Este retorno al alma no es un acto de nostalgia ni una moda esotérica. Es una necesidad psíquica, una urgencia del alma colectiva que busca sanar. Y en este proceso, el chamanismo ofrece herramientas milenarias que hoy vuelven a cobrar sentido: el uso del ritual, la escucha de los sueños, el trabajo con aliados espirituales, la ceremonia como forma de restaurar el vínculo con la vida.
Sanar es reconectar. Una de las grandes enseñanzas del chamanismo es que la sanación es un acto de conexión. No se trata solo de eliminar síntomas, sino de restablecer relaciones: con uno mismo, con la comunidad, con la naturaleza, con lo invisible. Sanar es recordar que somos parte de un tejido más grande. Además, a diferencia del modelo biomédico que coloca el poder curativo en lo externo, el camino chamánico reconoce que la verdadera sanación es participativa. Se requiere el compromiso de la persona, su apertura, su deseo de transformación. El chamán no “cura” a otro, sino que acompaña, guía, facilita el encuentro con las fuerzas de la vida. Y lo más importante: en este proceso, cada sanación individual repercute en lo colectivo. Cuando una persona recupera partes de su alma, cuando se reconcilia con su historia y con la vida, está ayudando también a sanar una parte del alma del mundo. Como en un holograma, cada parte refleja el todo. Sanar no es un acto privado, es un acto profundamente político y espiritual.
Volver a escuchar. Quizás por todo esto estamos viendo un resurgir del interés por el chamanismo y las tradiciones ancestrales. En medio del colapso moderno, muchas personas intuyen que hay algo valioso en las cosmovisiones que nunca dejaron de ver alma en el mundo. El retorno al chamanismo no es una moda exótica, sino un acto de búsqueda profunda, una forma de recuperar lo que habíamos olvidado. Volver al alma, al espíritu, al misterio, no es retroceder, sino avanzar hacia una forma más completa de ser humanos. Es volver a escuchar las voces del bosque, los susurros del sueño, las señales del cuerpo, el llamado de lo sagrado. Hoy, más que nunca, necesitamos recuperar el alma del mundo. Y tal vez, en ese gesto, también logremos recuperar la nuestra.
Basado en: Símbolos de lo sagrado de Ana María Llamazares.
En las tradiciones populares de México, la fe rara vez es pasiva. No es sólo esperar a que Dios, la Virgen o los santos obren un milagro; es también entrar en diálogo —y a veces en tensión— con ellos. Entre las muchas prácticas que revelan esta manera tan mexicana de vivir la religión, destaca una que desconcierta a quienes sólo conocen el catolicismo formal: castigar al santo. Sí, castigar al santo. Poner su imagen de cabeza, encerrarla en un cajón, retirarle las flores o las veladoras, o incluso cubrirla con una tela oscura, en señal de molestia o presión, para que atienda más rápido las súplicas. No se trata de falta de respeto, sino de una forma viva, intensa y profundamente humana de relacionarse con lo divino.
Una relación de negociación, no de sumisión.
La religiosidad popular en México no es simplemente la repetición de fórmulas oficiales; es una creación viva que mezcla herencias indígenas, africanas, españolas y mestizas. En este universo espiritual, los santos no son figuras lejanas e inalcanzables: son aliados, mediadores… pero también seres con quienes se puede pactar, regatear o reclamar. El antropólogo Hugo Nutini y la historiadora Victoria Novelo han documentado cómo en múltiples comunidades rurales y urbanas mexicanas se practica esta forma de «negociación ritual». Para muchos devotos, si después de pedir con fe, encender veladoras, hacer novenas y promesas, el favor no llega, entonces es legítimo —e incluso necesario— recordarle al santo su compromiso. En palabras de una devota de Guanajuato recogidas por Novelo: «A San Judas no le gusta que lo ignoren, pero tampoco le gusta que lo dejen sin cumplir. Si no me ayuda, pues lo volteo tantito, para que se acuerde quién le reza.» Aquí, la fe no es pasiva; es activa y cargada de una visión muy antigua: el mundo sagrado necesita ser movilizado por la acción humana.
Ejemplos vivos de castigo ritual.
Uno de los santos más «castigados» en México es San Antonio de Padua, conocido como el patrono de los matrimonios y de las causas difíciles. En muchas casas mexicanas, aún hoy, si una persona desea encontrar pareja y San Antonio no «se mueve», se recurre a colocarlo de cabeza, amarrarlo con listones rojos o encerrarlo en un frasco de cristal. Un ritual común es: • Colocar una imagen pequeña de San Antonio dentro de un vaso o frasco de vidrio, boca abajo, mientras se le reza una oración especial de petición amorosa. • Ofrecerle 13 monedas, representando los 13 milagros atribuidos a él. • Prometerle una misa o un rosario público si concede el favor. Hasta que no se consiga la pareja, San Antonio permanece en su encierro simbólico. Otro ejemplo ocurre con San Judas Tadeo, santo de los casos imposibles. Muchos fieles en barrios como Tepito o Iztapalapa en la Ciudad de México le hacen «tratos» que incluyen: • Encenderle veladoras de color verde (esperanza) y blanco (pureza), pero retirarlas si no atiende el favor en el plazo pedido. • Tapar su imagen con un pañuelo negro para mostrarle el dolor de la espera. • Rezarle la «Oración de los Afligidos», donde se menciona explícitamente el reclamo: «No me abandones en mi tribulación, no dejes que mis ruegos se pierdan en el aire.» En zonas de Oaxaca y Chiapas, cuando las comunidades sufren prolongadas sequías, las imágenes del Santo Patrono o de la Virgen son «castigadas» ritualmente: • Se cubre el rostro de la imagen con un velo oscuro. • Se suspenden procesiones o celebraciones religiosas. • Se realizan rezos colectivos pidiendo disculpas anticipadas pero exigiendo auxilio. Este tipo de actos son percibidos como formas legítimas de manifestar la desesperación de una comunidad entera.
Magia, ritual y fe popular.
¿Es esto magia? ¿Es religión? ¿Es una forma de herejía? Desde una perspectiva antropológica, estas prácticas forman parte de un sistema mágico-religioso donde la frontera entre fe y magia es difusa. La plegaria no es sólo una súplica: es un acto mágico en sí mismo, un intento de influir en el mundo invisible mediante rituales, gestos y símbolos. Los rituales de «castigar» a un santo están cargados de intención mágica: alterar la imagen para alterar la voluntad divina. El gesto físico —poner de cabeza, encerrar, ocultar— actúa como un lenguaje simbólico que el devoto cree que el santo comprende. Se trata de recordarle, de conmoverlo, de forzarlo cariñosamente a actuar. Esta visión tiene raíces profundas en las culturas indígenas de Mesoamérica. En los sistemas prehispánicos, los dioses también necesitaban ser alimentados, llamados, a veces incluso amenazados o castigados si no cumplían sus funciones. La llegada del catolicismo no borró esas lógicas de relación; simplemente se reinterpretaron bajo nuevas imágenes y nombres.
Una fe profundamente humana.
Más allá de su carácter mágico, estas prácticas revelan una dimensión profundamente humana de la religiosidad popular: la necesidad de ser escuchados, de sentirse acompañados, de tener herramientas para negociar la esperanza en medio de la incertidumbre. No es irreverencia, es cercanía. En la fe popular mexicana, el santo no está en lo alto de un altar inaccesible; está en la cocina, en el buró, en el rincón íntimo de la casa, acompañando la vida diaria. Y como cualquier compañero de viaje, a veces hay que pedirle más fuerte, moverlo un poco, recordarle que el dolor, el amor y la necesidad no esperan. Como dice un refrán popular en Veracruz: «Santo que no hace milagros, santo que se pone de cabeza.» Y quizá, en esa pequeña herejía amorosa, en esa fe combativa, está también uno de los rasgos más entrañables del espíritu mexicano: la mezcla de respeto y desafío, de ternura y exigencia, con la que nos relacionamos no sólo entre nosotros, sino también con lo sagrado.
La figura de Jesucristo ha sido, por siglos, central en la fe cristiana y en el desarrollo espiritual de millones de personas alrededor del mundo. Sin embargo, su representación ha sido moldeada profundamente por contextos históricos y culturales específicos, particularmente por el colonialismo europeo, que lo presentó como un hombre blanco, de ojos claros y cabellos dorados. Esta imagen, aunque poderosa en su tiempo, ha contribuido a una desconexión entre Cristo y las comunidades originarias, afrodescendientes y no blancas del mundo. Por ello, surge una invitación teológica: decolonizar la idea de Jesucristo y redescubrir su humanidad enraizada en un contexto étnico y social más auténtico.
Un hombre de Medio Oriente
Históricamente, Jesús de Nazaret nació en el siglo I en una región conocida como Judea, ubicada en el actual Oriente Medio. Como judío de esa época, probablemente tenía la piel morena, cabello oscuro y rasgos propios de las poblaciones semíticas de la región. Era un hombre profundamente conectado a las luchas sociales y espirituales de su tiempo, viviendo bajo el yugo del Imperio Romano, una potencia colonizadora que imponía sus valores, sistemas económicos y formas de dominación sobre las comunidades locales.
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Jesús fue un líder que se solidarizó con los marginados: mujeres, pobres, enfermos, extranjeros y pecadores.
Su mensaje subvertía las estructuras de poder, llamando a una justicia radical y a un reino de Dios que pertenecía a los excluidos. Al decolonizar su imagen, recordamos que su encarnación no fue en una élite dominante, sino en un pueblo oprimido, mostrando que Dios se identifica profundamente con quienes sufren.
El impacto del colonialismo en la imagen de Cristo
Con la expansión del cristianismo a través del colonialismo, particularmente en América Latina, África y Asia, las imágenes de un Cristo europeo fueron usadas para justificar la superioridad racial y cultural de los colonizadores. Estas representaciones eclipsaron las características históricas y sociales de Jesús, convirtiéndolo en una figura que muchas veces parecía lejana o ajena para los pueblos no blancos. La teología decolonial desafía esta herencia y busca devolver a Jesús su humanidad histórica. Este proceso no pretende negar su fuerza espiritual, sino reconocer que esa fuerza se expresa desde un lugar particular: la periferia del poder, como un hombre pobre, marginado y no blanco.
Jesús y las luchas contemporáneas
Al recuperar a un Jesús étnica y socialmente auténtico, abrimos las puertas para que cada comunidad lo redescubra como alguien que comprende sus luchas. Las comunidades indígenas pueden verlo como un aliado en su resistencia contra la destrucción de sus territorios; las personas afrodescendientes pueden encontrar en él un reflejo de la dignidad en medio de la opresión; y las comunidades migrantes pueden reconocerse en su experiencia como refugiado. Decolonizar a Jesús nos invita a preguntarnos: ¿cómo se ve Cristo en el rostro de los oprimidos hoy? ¿Cómo nos llama a actuar desde una fe que no perpetúe estructuras de exclusión, sino que las transforme?
Decolonizar la imagen de Jesucristo no es una tarea de división, sino de reconciliación. Nos permite ver en él no solo al Salvador universal, sino también al compañero de quienes sufren. Redescubrir a Cristo desde su realidad histórica y social es un acto de justicia espiritual, que honra su mensaje y fortalece su relevancia en un mundo diverso, desigual y lleno de esperanza. Esta reflexión te invita a mirar más allá de las imágenes heredadas y a encontrarte con un Jesús que vive en las luchas, culturas y esperanzas de todas las personas. Porque, al final, su mensaje trasciende fronteras y colores, pero nunca deja de encarnarse en los márgenes del mundo.
Rebeldía Sagrada – Reflexiones Christian Ortíz / Arka Arte de Kelly Latimore Icons
El presente libro propone un respetuoso viaje hacia uno de los conceptos más fascinantes y desafiantes del imaginario religioso occidental: el purgatorio. Un estado-territorio donde el sufrimiento se convierte en esperanza y las llamas en la posibilidad de redención y gloria. Adentrarse en las profundidades del purgatorio y conocer a sus moradores no es un ejercicio sencillo. Requiere de apertura, paciencia y una disposición a dialogar con los relatos que configuran nuestra comprensión del más allá. Este libro surge con el propósito de explorar en profundidad las múltiples dimensiones de esta devoción y su relevancia en el contexto actual. La fe en las Ánimas del Purgatorio no solo ofrece un consuelo para quienes han perdido a seres queridos, sino que también brinda una estructura simbólica a la que se aferran muchos para comprender los misterios de la muerte y de lo que pueda haber más allá. En cada capítulo, nos adentraremos en el mundo de las Ánimas a través de distintas perspectivas: su historia, el sentido teológico del Purgatorio, las prácticas devocionales y su poder transformador para quienes las practican.
La devoción a las Benditas Ánimas del Purgatorio es una de las prácticas más profundas y conmovedoras dentro de la espiritualidad popular en el mundo católico. Surge de la intersección entre la doctrina de la salvación, la purificación del alma y la compasión por quienes, habiendo partido, aún se encuentran en un proceso de tránsito hacia la luz divina. Este culto, que mezcla fe, tradición y un fuerte componente de esperanza, es reflejo de la naturaleza humana que, aun en vida, busca redención y se siente movida a auxiliar a aquellos que todavía necesitan el amparo de las oraciones de los vivos.
En muchas comunidades, las Benditas Ánimas del Purgatorio son concebidas no solo como almas en espera, sino como seres activos y dispuestos a interceder por los vivos. Es un vínculo de ayuda mutua y solidaridad espiritual que se extiende más allá de la muerte, fortaleciendo una comunión profunda entre el mundo terrenal y el mundo de los espíritus. Esto hace de este culto un fenómeno especialmente relevante, ya que nos ofrece una perspectiva distinta de la muerte y el más allá, conectando la vida diaria de las personas vivas y con los difuntos.
El culto a las Ánimas del Purgatorio ha evolucionado desde sus orígenes medievales, cuando la Iglesia instituyó la idea de una fase intermedia donde las almas podían expiar sus pecados antes de alcanzar la salvación eterna. Desde entonces, ha pasado de ser una doctrina teológica a una vivencia popular. En algunas culturas y regiones, los devotos no solo rezan por las ánimas sino que desarrollan prácticas complejas: construyen altares, encienden velas, organizan novenas y hasta dedican días específicos del año para pedir por su descanso y manifestarles su cariño. Para muchos, las Benditas Ánimas se convierten en protectores silenciosos que, a cambio de oraciones y atenciones, actúan en beneficio de los vivos, auxiliándolos en momentos de necesidad.
Este libro surge con el propósito de explorar en profundidad las múltiples dimensiones de esta devoción y su relevancia en el contexto actual. La fe en las Ánimas del Purgatorio no solo ofrece un consuelo para quienes han perdido a seres queridos, sino que también brinda una estructura simbólica a la que se aferran muchos para comprender los misterios de la muerte y de lo que pueda haber más allá. En cada capítulo, nos adentraremos en el mundo de las Ánimas a través de distintas perspectivas: su historia, el sentido teológico del Purgatorio, las prácticas devocionales y su poder transformador para quienes las practican.